Es el 2 de noviembre, con ilusión y añoranza los santiaguenses adornan año con año la última morada de sus difuntos; la arreglan con arcos revestidos de cientos de flores de cempasúchil, con ese color anaranjado y amarillo que simboliza la tierra; flores blancas que significan la pureza y el cielo; las moradas que conllevan el sentimiento de luto.
Después, amorosamente acomodan plátanos, cañas, mandarinas, tejocotes y en un lugar especial colocan una canasta repleta de pan. Es esencial colocar la fotografía del difunto y luego encender las veladoras, cual si fueran un rayo de luz que alumbre el camino de los espíritus. Para terminar este ritual, se esparce el copal que limpia el lugar de las malas energías y abre los caminos.
Entonces, entrada la noche, tiene lugar la convivencia entre el mundo de los vivos y de los muertos. En el centro del Pueblo Mágico, del 31 de octubre al 2 de noviembre, también se resalta ese recuerdo por los difuntos y se les honra con una mega ofrenda en las escaleras de la Parroquia de Santiago Apóstol. El Altar de los Nuestros —como lo llaman— es ataviado por cadenas de papel picado que atraviesan la Plaza Central; cada escalón tiene refinadas catrinas de papel maché, flores, sirios y monumentales calaveras multicolor que coronan la ofrenda.
A la par, se contemplan danzas y comparsas prehispánicas y coloniales. En la Plaza Ocampo también se exhiben diferentes altares dedicados a personajes populares de la cultura mexicana.
La celebración culmina con la tradicional callejoneada, donde se reúnen la llorona, la catrina, el diablito y la monja siniestra para caminar por las calles empedradas del centro al ritmo de música folclórica.